La muerte de mi madre.
Transcurría el año 1935, cuando por primera vez vi. La luz en un pequeño pueblo de Almería (España). Pero no iba a estar solo ya que ocupé el tercer lugar de dos hermanos: Elena de 8 y Miguel de 4 años.
En aquellos años de hambruna que padecimos en nuestro país, muy difícil lo tenían mis padres para salir adelante. Éramos una familia humilde sin recursos de subsistencia y para hacer frente a esta situación, mis padres se veían obligados a trabajar muy duro en una pequeña parcela de tierra que heredamos de mis abuelos maternos. Sin embargo, lo que lograban cosechar era insuficiente para salir adelante: el problema básico consistía en que la parcela era de secano y sólo se podía sembrar algún cereal y poco más, y por supuesto dependiendo siempre de la buena fe del tiempo, ya que si no llovía todo nuestro esfuerzo era vano. Por lo que se intentaba sacar algún jornal ayudando a los vecinos.
Tenía poco más de un año cuando estalló la guerra civil española (17 de Julio de 1936). Esta guerra sin razón aun empeoró más nuestra supervivencia, y a pesar del esfuerzo de mis padres, estos no lograban dar de comer a sus hijos. Todo se fue agravando más y más para nosotros.
A mis dos años, una nueva hermanita llegó a la familia: una niña preciosa con ojos azules y de cabello rubio como el oro. Su nacimiento no fue el mejor momento para nosotros por nuestra escasez de recursos, pero igualmente la recibimos con una inmensa alegría. Pensamos que si hasta entonces pudimos comer cinco, también podríamos hacerlo seis. Fue bautizada y por voluntad de mis padres le pusieron de nombre igual que mi abuela materna: Natalia.
Además de las carencias alimenticias, sufríamos malos tratos por parte de nuestro progenitor, y lo más doloroso para todos era saber que mi madre tampoco se libraba de ellos. Para aplicar aquel castigo lo hacía de una forma cruel: empleaba un cinturón y nos golpeaba la espalda con cólera y sin piedad. Como siempre, mi madre era la que se llevaba la peor parte, al intentar evitar que pegara a sus hijos se ponía en medio y no se libraba de algún correazo que otro.
Recién cumplidos mis cuatro años terminó la guerra civil (1 de abril del año 1939), y a pesar de mi corta edad pude darme cuenta que mi madre se estaba poniendo gordita otra vez, y no precisamente por mucho comer. Los comentarios no cesaban por parte de mi madre y mis hermanos. Esperábamos un hermanito, aunque a mi padre no le hacía mucha gracia, ya que siempre que se hablaba del tema, su respuesta era la misma: “¿otra boca más para alimentar?”. La alegría por la llegada de un nuevo hermano no duró mucho, sino todo lo contrario, pues iba a suponer para nosotros una de las mayores tragedias. En uno de sus arrebatos mi padre agredió a mi madre pegándole una patada en el vientre que le provoco una hemorragia. Enterados los vecinos de que mi madre estaba en la cama, aconsejaron la conveniencia de que la viera un médico, pero mi progenitor siempre hacía oídos sordos a los consejos diciendo que no tenía importancia y que eran dolores naturales del embarazo.
Ahora en la distancia y después de mis años vividos, sé lo que motivó a mi padre a impedir la visita de un médico. Verdad era que la situación de aislamiento de aquellas zonas rurales no era la más propicia para que un médico se desplazara, pues además de tratarse de un recorrido largo, se hacía en caballerías. Todo esto daba lugar a encarecer aún más los honorarios que solía cobrar, y por supuesto no estaba alcance de sus posibilidades, pero también era bien cierto que tenía algo grave que esconder.
Los desplazamientos a otras localidades se hacían en caballerías, por caminos tan quebrados y estrechos que apenas podía andar el pobre animal. El tiempo necesario para realizar aquellos viajes nunca bajaba de unas seis horas. Esto para la gente que no tenía recursos — como era nuestro caso — se convertía en un gran impedimento, al no disponer ni tan siquiera de una burra — lo más asequible— . Si no se contaba con la ayuda de este animal, el camino se realizaba a pie, únicamente contando con el mecanismo que la madre naturaleza nos ha dotado. Pero a pesar de estos inconvenientes, nunca fue mi pretensión la de justificar a mi padre, pues ante la gravedad en la que mi madre se encontraba, algún vecino se habría ofrecido voluntariamente si él lo hubiera pedido, pero no por hacerle un favor, ya que por su carácter tenía muy pocos amigos, sino por las buenas relaciones de mi madre con ellos.
Poco tiempo nos quedaba para disfrutar de mi madre: a tan sólo quince días del desafortunado accidente nació mi hermano sin vida, llevándose también a mi madre y quedándonos los cuatro hermanos a expensas de nuestro padre. Murió desangrada y sin ninguna asistencia médica, y en nuestros corazones se alojó la duda de si fue por agresión de nuestro progenitor, o por casualidad del destino. Este drama se convirtió en un secreto de familia, ya que mi padre nos exigió que bajo ningún concepto se volviera hablar más del tema. La versión que se les dio a los vecinos fue la de un aborto por la mala formación del feto. Entre lágrimas y lamentos, dimos sepultura en un mismo ataúd a mi madre y a mi hermanito — al que el destino le negó la oportunidad de vivir— .
Si llegar hasta aquí en plena guerra civil se nos hizo difícil, ¿qué iba a ser de nosotros sin una madre que nos amparara? Ya no intercedería para evitar el duro castigo que éramos objeto, podría pegarnos a su libre albedrío sin nadie que le contradijera. Quedamos a su cargo cuatro hermanos, en una edad comprendida entre dos y quince años, y en una época donde la escasez de alimentos abundaba por toda España. Sólo e impotente para dar de comer a sus hijos, buscó un trabajo a mis hermanos mayores en casa de familias vecinas. Mi hermana y yo éramos demasiado niños para poder trabajar con cinco y dos años de edad. Mis otros hermanos a tan corta edad, el trabajo que podían realizar era pastorear ovejas y cabras. Trabajaban sólo por la comida, si se puede llamar comida a un trozo escaso de pan y unas migas hechas con harina, agua, sal, y poco aceite.
En esta dramática situación, fue transcurriendo el tiempo hasta que cumplí siete años de edad. Mi padre consideró que ya podía empezar a trabajar pastando cabras y ovejas y me busco trabajo en casa de un vecino cercano.
Él siguió trabajando la pequeña parcela y sacando algún jornal en fincas de otros vecinos, pero su ocupación le impedía atender a mi hermana pequeña, teniendo que dejarla sola en casa o de prestado. Ante esta situación de desamparo de mi hermana, pidió a mis abuelos paternos si podían hacerse cargo de la niña hasta que mejorara nuestra situación económica. Estos cedieron sin poner objeción alguna, ya que eran mayores y vivían solos en su casa. Contando que cuando cumpliera unos añitos más les podría ayudar en los trabajos de la casa y de la tierra que poseían. Mientras, mi padre siguió solo en casa y sin nadie que le molestara. A pesar de que ya no vivíamos con él, nunca dejo de agredirnos, pues bastaba una disconformidad de los amos respecto a nuestro trabajo para recibir sus caricias. Además, siempre insistía a los patrones que realizábamos servicios: “no tengáis miramiento con ellos; si no cumplen, una bofetada a tiempo les servirá de escarmiento, sé que son muy vagos y no me enfadaré por ello, ante todo deben cumplir con su trabajo”.
Sus consejos surtían efecto y por el mínimo motivo no dudaban en hacerlo.
Por lo tanto, recibíamos palos por las dos partes, y echábamos en falta el amor de mi madre, ya que siempre prefirió recibirlos ella antes que sus hijos.
Fueron transcurriendo años y a pesar de trabajar de sol a sol, nuestra situación económica no mejoraba. Aparte de ser explotados al máximo por aquellos caciques sin escrúpulos, vivíamos en una zona de pobreza y no se podían hacer grandes milagros. Ante esta situación y aconsejado por los vecinos, mi padre decidió nuestro traslado a otra zona rural, donde las tierras eran mejores y obteníamos mejor rendimiento a nuestro trabajo.
Mientras, mi hermana más pequeña se vio en la necesidad de quedarse con mis abuelos paternos, con la esperanza de que cambiara nuestra situación económica para poder venirse con nosotros — según palabras de mi padre —. Pero se quedaron sólo en eso, en palabras y mi hermanita quedaría definitivamente con mis abuelos, hasta que — tempranamente — se casó con tal de liberarse de ellos. Y digo liberarse porque en casa de los abuelos fue poco afortunada, ya que también fue objeto de maltratos, pues en un porcentaje alto eran habituales en aquella zona rural por parte de sus progenitores.